viernes, 24 de agosto de 2012

La flor que se escapó de las montañas


La flor que se escapó de las montañas.

Había sido un día bastante peculiar, unas horas bastante extrañas. Las sensaciones que invadían a Maxi eran una combinación entre pesadilla, sueño y realidad. Tumbado en su cama, con los brazos tendidos a ambos lados del cuerpo, la cabeza recostada y los ojos encendidos en silencio se posaban en el ventilador que estaba sobre su cama, ese que le refrescaba en las noches de intenso calor en verano, aunque realmente tenía la mirada perdida. Perdida en el tiempo, en ensoñaciones que jamás ocurrieron. O si realmente fueron verdad, punzaban con la misma daga de la existencia.

Había tenido un largo viaje y la había visto, la había palpado, era tan real como el viento que eleva los miedos hasta fundirse con Prometeo, ese que le dio el fuego al hombre. ¿Era ella una transformación, una metáfora de ese griego Titán? Pues ella le había dado las alas para vivir... ¿O tal vez se pareciese al sol que estropeó las alas de ese tal Ícaro, hijo del gran aqueo Diomedes, en su escape hacia la libertad?. Aunque a Maxi se le antojaba más emparentarla con el símbolo de Caín y de Venus, como si ambas tradiciones se hubieran fundido en una sola, creando una estirpe de hijos de la libertad

Sus reflexiones iban de aquí para allá, hasta que se perdieron en los recuerdos. Esos baúles nostálgicos que tenemos en nuestros particulares desvanes.
Habían pasado unas horas, para él se le asemejaba a una eternidad, pues ya deseaba estrecharla de nuevo en sus brazos y recorrer sin frenesí, sus ojos, esos que en algún momento había visto ahogarse en penas y sollozos.
Se recreaba en cada momento. Ella vivía cerca de las montañas, en la naturaleza. Él se la imaginaba como una bella y guerrera Amazona que vivía en la selva más inhóspita de la tierra.
Pero casi creía verlo más claro cuando fantaseaba en rescatarla, cual doncella y aquellas montañas no fuesen otra cosa que altísimas murallas, más impenetrables que las de la gran Troya, al mismo tiempo que más bellas. Esas almenas, llenas de peligrosos arqueros, o cabras montesas, al caso daba lo mismo.
Todo eso eran elucubraciones de la cabeza de Maxi, pues él era consciente que ni ella era una Amazonas (a pesar de que su fuerza era inagotable) ni mucho menos una princesa acechada por algún extraño dragón. Ella era de otra raza, tal vez incluso ni siquiera era terrícola, ¿como podía Maximilian Schneider haber perdido así la cabeza por una chica?
Era extrañamente seductora, era ciertamente inteligente, con una integridad intachable y bien era lo que menos le interesaba pero tenía un cuerpo de infarto. Combinación explosiva, lo sabía él y todos los hombres de la tierra.

En ese momento se interrumpió, necesitaba oír algo de música. En su mp3 reprodució “The Passenger” de Iggy Pop. Era una de esas canciones que le hacían pensar en ella a su lado. ¿Se lo habría dicho alguna vez? No lo recordaba, eran tantas las canciones que le había enviado a través del correo electrónico... simplemente esta la tomaría como una más.
-We'll see the stars that shine so bright. The sky was made for us tonight- cantó lacónico y para si Maximilian. Verdaderamente consideraba que la noche anterior había sido hecha para ellos, tan perfecta, tan llena de estrellas, tan confortable...
Habían hecho el amor hasta que sus cuerpos no podían ni ponerse en pie. Después se habían abrazado, llorado, hablado, para después caerse en un sueño profundo.
Ahora estaba allí, con los cascos a todo volumen mientras la voz de Newell sonaba en sus oídos. Si no fuera porque su mochila lo evidenciaba, se hubiera dicho que era una de sus fantasías maniáticas provocada por el licor de absenta que en su habitación guardaba.

Ya la canción daba sus últimos acordes... “Oh the passenger. He rides and he rides...” sonaba, creía que realmente las cosas dependían desde el cristal que se viese.
Comprendía a la perfección de qué se trataba el amor, al menos el que ellos profesaban, era ese sin ataduras, ese que es el máximo disfrute a la par que respeto del otro, pero que no niega los besos y caricias a otros, pues nadie nos complace enteramente, pues todos somos distintos. Es uno de los defectos de la humanidad. Él lo sabía, lo comprendía, pero aún lo tenía que asimilar. Estaba en camino, ¡qué camino tan espinoso!
Era hora de salir a respirar aire puro. Tomó su mochila, encaminándose a perderse por la ciudad.
Al salir de casa, una flor muy pequeña había nacido allí, era, poco menos, que casi un milagro. ¿Cómo podía haber crecido allí, rodeada de asfalto?
-Nada es casualidad... -se dijo a si mismo, era lo que ella siempre repetía. Tal vez tuviese razón. Se fijó entonces en esa pequeña flor, casi insignificante. Pues la belleza se haya en las pequeñas cosas. Vivimos esperando los grandes actos y olvidamos la alegría de los más tiernos gestos. Maxi podía respirar profundo, las caricias de la noche anterior, cada una de ellas, era un pequeño gesto, un pequeño gesto de cariño. De alguna manera, sabía que estaban unidos, y aunque esa misma noche yaciese en los brazos de otra persona, él tendría una pequeña parte de su corazón, y ella sería feliz, pues la libertad se vive con amor y no con amargura. Y Maxi estaría unido, de algún modo, también a ese hombre o mujer, creando un vínculo de absoluta hermandad. Pues no siempre el hombre es un lobo para el hombre.
Así, Maxi con sus manos rozaba con ternura esa pequeña flor. La llevaría consigo, era su particular llave a la libertad.  

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