La flor
que se escapó de las montañas.
Había sido un día
bastante peculiar, unas horas bastante extrañas. Las sensaciones que
invadían a Maxi eran una combinación entre pesadilla, sueño y
realidad. Tumbado en su cama, con los brazos tendidos a ambos lados
del cuerpo, la cabeza recostada y los ojos encendidos en silencio se
posaban en el ventilador que estaba sobre su cama, ese que le
refrescaba en las noches de intenso calor en verano, aunque realmente
tenía la mirada perdida. Perdida en el tiempo, en ensoñaciones que
jamás ocurrieron. O si realmente fueron verdad, punzaban con la
misma daga de la existencia.
Había tenido un largo
viaje y la había visto, la había palpado, era tan real como el
viento que eleva los miedos hasta fundirse con Prometeo, ese que le
dio el fuego al hombre. ¿Era ella una transformación, una metáfora
de ese griego Titán? Pues ella le había dado las alas para vivir...
¿O tal vez se pareciese al sol que estropeó las alas de ese tal
Ícaro, hijo del gran aqueo Diomedes, en su escape hacia la
libertad?. Aunque a Maxi se le antojaba más emparentarla con el
símbolo de Caín y de Venus, como si ambas tradiciones se hubieran
fundido en una sola, creando una estirpe de hijos de la libertad
Sus reflexiones iban de
aquí para allá, hasta que se perdieron en los recuerdos. Esos
baúles nostálgicos que tenemos en nuestros particulares desvanes.
Habían pasado unas horas,
para él se le asemejaba a una eternidad, pues ya deseaba estrecharla
de nuevo en sus brazos y recorrer sin frenesí, sus ojos, esos que en
algún momento había visto ahogarse en penas y sollozos.
Se recreaba en cada
momento. Ella vivía cerca de las montañas, en la naturaleza. Él se
la imaginaba como una bella y guerrera Amazona que vivía en la selva
más inhóspita de la tierra.
Pero casi creía verlo más
claro cuando fantaseaba en rescatarla, cual doncella y aquellas
montañas no fuesen otra cosa que altísimas murallas, más
impenetrables que las de la gran Troya, al mismo tiempo que más
bellas. Esas almenas, llenas de peligrosos arqueros, o cabras
montesas, al caso daba lo mismo.
Todo eso eran
elucubraciones de la cabeza de Maxi, pues él era consciente que ni
ella era una Amazonas (a pesar de que su fuerza era inagotable) ni
mucho menos una princesa acechada por algún extraño dragón. Ella
era de otra raza, tal vez incluso ni siquiera era terrícola, ¿como
podía Maximilian Schneider haber perdido así la cabeza por una
chica?
Era extrañamente
seductora, era ciertamente inteligente, con una integridad intachable
y bien era lo que menos le interesaba pero tenía un cuerpo de
infarto. Combinación explosiva, lo sabía él y todos los hombres de
la tierra.
En ese momento se
interrumpió, necesitaba oír algo de música. En su mp3 reprodució
“The Passenger” de Iggy Pop.
Era una de esas canciones que le hacían pensar en ella a su lado.
¿Se lo habría dicho alguna vez? No lo recordaba, eran tantas las
canciones que le había enviado a través del correo electrónico...
simplemente esta la tomaría como una más.
-We'll
see the stars that shine so bright. The sky was made for us tonight-
cantó lacónico y para si Maximilian. Verdaderamente consideraba que
la noche anterior había sido hecha para ellos, tan perfecta, tan
llena de estrellas, tan confortable...
Habían
hecho el amor hasta que sus cuerpos no podían ni ponerse en pie.
Después se habían abrazado, llorado, hablado, para después caerse
en un sueño profundo.
Ahora
estaba allí, con los cascos a todo volumen mientras la voz de Newell
sonaba en sus oídos. Si no fuera porque su mochila lo evidenciaba,
se hubiera dicho que era una de sus fantasías maniáticas provocada
por el licor de absenta que en su habitación guardaba.
Ya la
canción daba sus últimos acordes... “Oh the passenger. He rides
and he rides...” sonaba, creía que realmente las cosas dependían
desde el cristal que se viese.
Comprendía
a la perfección de qué se trataba el amor, al menos el que ellos
profesaban, era ese sin ataduras, ese que es el máximo disfrute a la
par que respeto del otro, pero que no niega los besos y caricias a
otros, pues nadie nos complace enteramente, pues todos somos
distintos. Es uno de los defectos de la humanidad. Él lo sabía, lo
comprendía, pero aún lo tenía que asimilar. Estaba en camino, ¡qué
camino tan espinoso!
Era
hora de salir a respirar aire puro. Tomó su mochila, encaminándose
a perderse por la ciudad.
Al
salir de casa, una flor muy pequeña había nacido allí, era, poco
menos, que casi un milagro. ¿Cómo podía haber crecido allí,
rodeada de asfalto?
-Nada
es casualidad... -se dijo a si mismo, era lo que ella siempre
repetía. Tal vez tuviese razón. Se fijó entonces en esa pequeña
flor, casi insignificante. Pues la belleza se haya en las pequeñas
cosas. Vivimos esperando los grandes actos y olvidamos la alegría de
los más tiernos gestos. Maxi podía respirar profundo, las caricias
de la noche anterior, cada una de ellas, era un pequeño gesto, un
pequeño gesto de cariño. De alguna manera, sabía que estaban
unidos, y aunque esa misma noche yaciese en los brazos de otra
persona, él tendría una pequeña parte de su corazón, y ella sería
feliz, pues la libertad se vive con amor y no con amargura. Y Maxi
estaría unido, de algún modo, también a ese hombre o mujer,
creando un vínculo de absoluta hermandad. Pues no siempre el hombre
es un lobo para el hombre.
Así,
Maxi con sus manos rozaba con ternura esa pequeña flor. La llevaría
consigo, era su particular llave a la libertad.